«El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad.» Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra.
Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos
los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como
ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad
de los pueblos hispánicos?
Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces
protestan los portugueses. No creo que los más cultos. Cámoens los llama
(Lusiadas, Canto I, estrof. XXXI):
«Huma gente fortissima de Espanha»
André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que
elogia doña Carolina Michaëlis de Vasconcelos: «Hispani omnes sumus.»
Almeida Garret lo decía también: «Somos Hispanos, e devemos chamar
Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica.» Y D. Ricardo Jorge
ha dicho: «chamese Hispánia à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico
ao que lhe diez respeito.» Hispánicos son, pues, todos los pueblos que
deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península.
Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.
Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, [9] desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España
para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de
octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los
españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel,
porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas
características que puedan transmitirse al través de las obscuridades
protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como
el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las
razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería
absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.
También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a
andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas.
La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si
se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al
Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al
Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El
hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de
Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies
andinas, ni éste al de la selvas paraguaya o brasileña. Los climas de
Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características
geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos
caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde
luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su
espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinadas.
¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los
pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde
1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su
separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde
los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de
América. Todos ellos deben su civilización a los pueblos hispánicos. La
civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los
pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que,
después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a
verse. Y no lo es, en efecto. Todos aquellos conservan un sentimiento de
unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en la
comunidad del origen histórico, ni se expresa [10] adecuadamente
diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el
diccionario de la Academia, una adhesión circunstancial a la causa de
otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino
permanente.
No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho
que un Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como
en Río Janeiro, ni en Río Janeiro como en Londres, ni en Londres como
en Tokío. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de
infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se lastime el
patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España, y aún
también el de Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un
político norteamericano, Mr. William G. McAdoo, de que la Gran Bretaña y
Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas de
guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa
y francesa, basta para que dé la voz de alarma un periódico tan
saturado de patriotismo argentino como La Prensa, de Buenos
Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), que todos los pueblos
hispanoamericanos abogan por «la independencia de Puerto Rico, el retiro
de tropas de Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el
desconocimiento, como doctrina, del enunciado de Monroe».
De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida
esta unidad que llamamos hispánica. En primer término, porque carece de
órgano jurídico que la pueda afirmar con eficacia. Un ironista llamó a
las Repúblicas hispanoamericanas «los Estados Desunidos del Sur», en
contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la
falta del órgano es la constante crítica y negación de las dos fuentes
históricas de la comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: la
religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá
decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia
misma de las repúblicas hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad
en lucha contra la dominación española. Pero esta interpretación es
demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino
positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la
tierra donde viven y mueren. Es puro accidente que, al formarse las
nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en el mundo las
ideas de la revolución francesa. [11] Ocurrió que prevalecían y que han
prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya
saliendo de ellas, tan desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo:
«Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en el mar.»
Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la
confianza que tenían en las doctrinas de la revolución. En su crisis
actual, no quedarán muchos talentos que puedan asegurar, como Carlos
Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que «el progreso de la República
Argentina es un hecho forzoso y fatal». La fatalidad del progreso es una
de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios
hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con que el chileno Edwards
Bello proclamó que: «el arte iberoamericano, sin raíces en las
modalidades nacionales, carece de interés en Europa.» Pero muchos
sienten que las cosas no marchan como debieran, ni mucho menos como en
otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos pueblos, que viven al
día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de
Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores,
ni de grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos.
Padecen, agravados, los males de España. Lo atribuye Edwards Bello, a
que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo grande, a
juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un
momento dado, el soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es
que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal. ¿Y no dependerá la
insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado
apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa
también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo
originario?
Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero vivo. Se
manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de
comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos. De otra
parte, hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la
crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La
Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y
nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países. Lo que no
tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveira Martins, fue hombres
cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y su
sentido. Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles
[12] de libros que sobre ello se han escrito, cómo se había producido la
separación de los países americanos. Desde el punto de vista español
parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace
tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse las
transformaciones por causas permanentes, siempre actuales. ¿Y por qué no
han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas
causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo
español? Si Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido
decir: «No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran
imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta», y
ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de
ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e
hispanoamericanos? Si todavía hay conferenciantes españoles que propalan
por América paparruchas semejantes a las que creía Castelar, ¿por qué
no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios
funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a
propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la separación de
América. La crisis de la Hispanidad se inició en España.
* * *
Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D.
Ramón de Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra
se encontró en Venezuela con los papeles de la Compañía Guipuzcoana de
Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña Florida
y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después
partícipes las familias próceres de Venezuela, como los Bolívar, los
Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus camarotes y
bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII
español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho
de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel
tiempo. El error no consiste sino en suponer que acaeció solamente en
Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América española y
portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII
trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado
en lo económico, [13] escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente
un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones,
de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias
dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico
para convertirse en codiciable patrimonio. Pero, ¿no ocurría lo propio
en España?
Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la
tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los
criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de
aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El
hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a
Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y
costumbres, en sus Noticias Secretas de América, destruyó, a
juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde
ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no
porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el
Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre.» Pero
antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de
Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace
poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués
de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del
propio Luis XIV, por haber sido uno aristócrata catalán que abrazó
contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con
la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino
contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosrius
y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber
suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y
para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas
atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los
virreyes empiezan a ir a América para pagar deudas antiguas. Así se
pierde un mundo.
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho
central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin
ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la
independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo
Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués
de Pombal, que quería explotar, en [14] sociedad con los ingleses, los
territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río
Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía
perdonar a los jesuítas que se negasen a reconocerla en la Corte una
posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos de
que se sirvieron los jansenistas y los filósofos para tratar de acabar
con los jesuítas. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera,
les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo.
«Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes», escribía
D'Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: «Destruidos los
jesuítas, venceremos a la infame.» La «infame», para Voltaire, era la
Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuítas produjo en
numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis
generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el
intento del siglo XVIII de substituir los fundamentos de la aristocracia
en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en
Segovia el 3 de julio de 1533, se establecía que: «Por honrar las
personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a
hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos
hijosdalgos de solar conocido...» Por eso, las informaciones americanas
sobre noblezas prescindieron en los siglos XVI y XVII, de los «abuelos
de España», deteniéndose en cambio en referir con todo lujo de detalles,
como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en
América; y es que la aspiración, durante aquellos siglos, era tener
sangre de Conquistador, y en ellas se basaba la aristocracia americana.
El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los
señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre
la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho
natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de
privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió
relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia
surgió la tercera nobleza de América, constituida por «los próceres»,
que fueron los caudillos de la revolución.
Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los
españoles, y se enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su
número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX, que un
estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir [15] en
1910, que la América del Sur «vibra con las mismas pasiones de París,
recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos
neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro
testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su
altura excelsa». Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón
cuando recaba para sí la primacía, como cabeza de la latinidad y
principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la
América hispánica: «Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne, vous êtes les fils de la Révolution Francaise.»
Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales
distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de
ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es himno sin Dios,
entre los demás grandes himnos nacionales, la misma letra con que le
hablaban a Juana de Arco las voces de Domorémy. Y empieza a haber no
sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia
hispánica no es para desdeñada.
Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos
la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al
descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad
física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a
todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso,
constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con
fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la
Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera
del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después
de haber servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible
contentarse con los ideales relativos de riqueza, cultura, seguridad o
placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechamos esta
idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y
cotidiano, será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal
territorial que sustituyó en los pueblos hispánicos al católico tenía
también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer
responsables de la prosperidad de cada región territorial a los hombres
que la habitan. Mas por encima de la faena territorial se alza el
espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta, como Rubén, quien
nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice,
como Mr. Elihu Root, que: «Yo he tenido que aplicar en territorios [16]
de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he
advertido lo irreductible de los términos de orientación de la
mentalidad jurídica de uno y otro país.» A veces es puramente la amenaza
a la independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de
los demás.
Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo
alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha
sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en libertad,
sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es geográfica, sino
espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la
comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En cierto
sentido está sobre la Historia, porque es el catolicismo. Y es verdad
que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro o el
Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a
rezarlos, ¿que razón hay, fuera de los descuidos de las apologéticas
usuales, para que no los recen los de España? Hay otra parte puramente
histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos
cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de
sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes; todo un
sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito y que
ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en
el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y
nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos, de
reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir. Y aunque
es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas,
que Herriot días pasados ha querido distinguir, diciendo que era la una
la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y
la otra de Goya, con su realismo y su afición a la «canalla», y que
pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la
del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino
una, y toda la cuestión se reduce a determinar quién debe gobernarla, si
los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado, por el momento, Sancho;
no me extrañará, sin embargo, que los pueblos de América acaben por
seguir a Don Quijote. En todo caso, hallarán unos y otros su esperanza
en la Historia: «Ex proeterito spes in futurum.»
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