Sin lugar a dudas, Excalibur está 
concebida para resultar la definitiva versión cinematográfica de la 
leyenda artúrica, y por ello sus responsables la afrontaron con el ánimo
 de que el incondicional encontrara en ella cuanto se supone que debe 
estar. Desde los combates de Uther Pendragon por el trono de Inglaterra,
 ayudado por su consejero, el mago Merlín, hasta el engendramiento del 
futuro rey en Ygraine, duquesa de Cornualles, bajo un hechizo que lo 
camufla bajo los rasgos de su esposo; desde el episodio de la espada en 
la piedra hasta los combates para que Arturo sea reconocido rey por los 
vasallos que se resisten a aceptar a un soberano de dudoso origen; desde
 la amistad con el mejor caballero del mundo, Lanzarote del Lago, y la 
boda con la hermosa Ginebra hasta la constitución de la Tabla Redonda; 
desde el adulterio de la reina con Lanzarote al episodio del Santo 
Grial; desde la batalla final contra su hijo Mordred hasta la 
desaparición final, en el mar, llevado por unas hadas, se supone que a 
la mágica isla de Avalón. Todos los episodios, elementos y personajes (o
 casi) que cualquiera es capaz de identificar en la leyenda, se hallan 
presentes, y es fortuna del guión del propio Boorman y Rospo Pallenberg,
 a partir de una adaptación de éste último de la obra de Thomas Malory, 
que la síntesis parezca consecuente en tan apretado metraje y no 
aparezca el fantasma del apresuramiento o de la mera adición.
Esto se debe al uso de dos 
procedimientos: el primero, el abundante uso de la elipsis; el segundo, 
la hábil fusión de motivos artúricos surgidos en muy diversos momentos 
de la leyenda. La muerte de Arturo de Malory, escrita en el siglo
 XIV, ya era de por sí un centón que rehacía, condensaba o adaptaba los 
numerosos materiales previos. El guión afirma seguir a Malory pero, 
cuando lo cree necesario, se aparta de él. Otro principio guía a los 
escritores: la síntesis, para lo cual no dudan en tomar del corpus 
artúrico diversos elementos que ayudan a ceñir todavía más la trama 
sobre los personajes centrales. Por ejemplo, si en Malory Arturo 
engendra a Mordred en su hermana Morgawse, aquí se elimina su abundante 
parentela y se reduce a Morgana, que se acuesta con Arturo bajo la 
apariencia de Ginebra para consumar de tal modo su venganza: recogen así
 una de las muchas variantes del mito en torno a la concepción de 
Mordred, precisamente aquella que elimina innecesarios personajes y que 
concentra dramáticamente la trama, pues el episodio tiene lugar justo 
después de que Arturo haya descubierto, desolado, la traición de su 
amada esposa, y de que a su vez Morgana haya acabado por completar su 
educación en las artes mágicas encerrando a su maestro Merlín en una 
cárcel de cristal (en la leyenda, era la Dama del Lago, la ninfa Viviana
 o Niviana, la culpable del encierro de Merlín, su amante: pero aquí la 
Dama del Lago sólo aparece como una presencia encargada de entregar y 
volver a recuperar a Excalibur).
Otro ejemplo de síntesis es el 
tratamiento que se da a Perceval. El personaje tiene a su cargo, por 
supuesto, un importante papel en la empresa del Grial (es quien 
encuentra el Castillo del Grial y tiene la visión del mismo, que no 
sabrá resolver satisfactoriamente en un primer momento), pero además es 
quien la culmina, ante la ausencia en el guión de Galaad, el hijo de 
Lanzarote, quien en la obra definitiva sobre el tema (La búsqueda del Santo Grial)
 era el caballero elegido, por su pureza sin mácula, para resolver el 
misterio. Por cierto que, en el episodio del Grial, Arturo es, asimismo,
 quien desempeña la función del Rey Pescador. Perceval va a ser además 
el personaje que permanezca con Arturo hasta el final y quien acabará 
arrojando la espada al lago para que la Dama se la lleve de nuevo debajo
 de las aguas (en la Vulgata y en Malory este papel estaba reservado al 
caballero Girflete, o a Bediver).
Pallenberg y Boorman, lógicamente, 
realizan a su vez una «poda», que elimina por ejemplo personajes como 
Tristán e Isolda (que de todos modos habían sido añadidos a la 
leyenda procedente de su propia tradición independiente, debido a la 
atracción refulgente de la figura de Arturo), o el mencionado Galaad. 
Del mismo modo, un integrante tan fundamental de la Tabla Redonda como 
es Galván/Gawain, el sobrino del rey Arturo, aquí se ve reducido a un 
papel no muy lucido, servir como juguete de Morgana en la escena en que 
acusa a la Reina de ser la causante de la reiteradas ausencias de 
Lanzarote, provocando el Juicio de Dios en defensa de su honor, juicio 
en el que será derrotado por aquél, y que terminará por echar 
definitivamente a la una en brazos del otro.
Fundamentalmente, la visión que ofrece Excalibur del
 mito artúrico se decanta por los elementos de la mitología céltica 
(galesa sobre todo) que sirvieron de magma más o menos informe a la 
primera gestación de la leyenda. Este componente mitológico (o pagano) 
expresa la necesaria dependencia que existe entre el hombre y la 
naturaleza: las acciones humanas tienen su reflejo en el mundo natural 
en el que se integran. Excalibur compone una majestuosa 
cosmovisión que casi podríamos calificar (si pudiéramos eludir el 
concepto cristiano de la palabra) como panteísta, y que en el 
plano visual remarca la insistencia de la fotografía en expresar 
sentimientos y pasiones a través de la luz (o la oscuridad) ciñéndose 
sobre los escenarios naturales.
En este sentido es como hay que 
interpretar el papel de Merlín a lo largo de la historia. Por un lado, 
la figura del mago al lado del rey Arturo recuerda, indefectiblemente, 
la pareja formada por el rey y el druida del acervo céltico: si el 
monarca terreno obtiene poder y grandeza se debe ante todo a la 
inestimable colaboración del druida-mago, conocedor de los poderes 
ocultos y, sobre todo, vaso comunicante con los misterios de la 
Naturaleza, dominios imprescindibles para garantizar el triunfo del rey.
 Desde sus primeras apariciones, la relación de Merlín con la naturaleza
 primigenia es una característica esencial del personaje. Cubierto 
siempre por un particular casco que se ciñe a su cabeza de forma lisa y 
sin el menor adorno, apoyado en un cayado cuya punta puede convertir en 
una luminaria, Merlín aparece siempre como si acabara de materializarse 
entre los árboles del bosque (aunque no se señala abiertamente en ningún
 momento que posee dicho poder), y su mirada siempre parece 
insatisfecha, cansada, consciente de que por mucho que ponga sus poderes
 al servicio de los monarcas terrenales, el triunfo que pueda conseguir 
es poco más que una breve postergación de su desaparición final (a lo 
largo del film, Merlín insiste continuamente en que se acerca la «hora del hombre» y que «los días de nuestra especie —incluye en ella a Morgana como nigromante a quien él mismo ha instruido— están contados»). El cristianismo ya está barriéndolos.
Elemento original del guión lo 
constituyen las continuas referencias de Merlín al dragón (símbolo 
céltico por excelencia, todavía hoy grabado en la bandera de Gales: 
también lo está en la bandera de Arturo) que lo conforma todo, en el 
sentido de constituir algo así como el espíritu del mundo, tanto 
en un sentido simbólico como literal (la niebla sobre la que cabalga el 
transformado Uther hacia Tintagel es el «aliento del dragón»; cuando 
Arturo clava su espada en el suelo, entre los dos amantes descubiertos, 
la tierra tiembla y el propio Merlín muestra un rictus de dolor y 
exclama que ha sido clavada en la espina dorsal del dragón). Ya Arturo, 
conversando con Merlín la primera noche tras haber arrancado a Excalibur
 de la piedra, le había dicho que la espada también forma parte del 
dragón, a lo que el mago le respondió: «Aprendes pronto».
Aparte de la función de Merlín como intermediario, como traductor,
 de la relación simbiótica entre el Hombre (expresado a través del 
Soberano) y la Tierra, idéntica función poseen diversos objetos de 
carácter simbólico, los más importantes de los cuales son la espada 
Excalibur y el Grial.
En Excalibur —y de ahí el pleno 
acierto de titular con su nombre la película, más allá de su sonoridad y
 de la rápida relación que todo espectador efectúa con el contenido de 
un film encabezado por semejante título—, los guionistas convierten la 
espada en el símbolo del dominio de su reino por parte del soberano, con
 la resonancia mítica ya señalada. Al principio del film, Uther exige a 
Merlín la Espada prometida: el mago la obtiene de una mano femenina que 
emerge de las aguas de un lago. La espada que Merlín entrega a Uther 
trae la luz (las primeras escenas del film habían sido singularmente 
sucias y oscuras) y la armonía (la paz y el reconocimiento de un único 
soberano: «¡Una tierra, un rey!», grita Uther). Armonía que luego
 Uther arriesgará por lujuria, demostrando que no es el más digno para 
portar la espada y traer la prosperidad al reino: , misión por tanto que
 será trasladada a su heredero Arturo. Ahí es donde alcanza su magnífico
 sentido otra de las estupendas ideas de Boorman y Pallenberg: el 
indigno Uther, en el momento de su agonía final, se arrastra hasta 
alcanzar una enorme piedra rocosa y clava en ella la espada (lo cual 
supone tanto un último acto de egoísmo en tal hombre —así ninguno de sus
 matadores podrá apoderarse de ella— como un misterioso acto marcado por
 el Destino, que Merlín interpreta enseguida arrojando sobre Excalibur 
la profecía que hará que la soberanía del reino quede en suspenso 
—apresada en la espada como luego él quedará apresado en cristal— hasta 
que el niño que lleva en brazos alcance la edad adulta y pueda reclamar 
su herencia).
En este sentido, el guión resulta muy 
sugestivo, por hacer aparecer la espada en el relato desde el primer 
momento, magnificando por tanto su papel simbólico, efectuando una 
conseguida innovación que no está en la leyenda original pero que sí 
entronca con la propia evolución de Excalibur dentro del mito. Siguiendo
 fuentes literarias que unifican, los guionistas introducen dos espadas.
 La primera es la que obtiene Uther y que será arrancada después por 
Arturo de la piedra: esa espada se romperá cuando el mismo Arturo 
utilice de modo ilegítimo su poder, para poder derrotar al invencible 
Lanzarote con malas artes. La segunda vuelve a ser ofrecida por la Dama 
del Lago y supone para Arturo una segunda oportunidad: 
reconstruida mágicamente, el rey ya no le volverá a dar mal uso y, 
cuando se siente morir, hace que el último caballero que sobrevive junto
 a él, Perceval, la devuelve a su seno, a las aguas, donde espera para 
recibirla la misma mano femenina que se la entregó.
El mal uso de Excalibur, por tanto, 
acarrea el desastre. Más tarde, y como símbolo del dolor que le provoca 
la traición de su esposa y mejor amigo, Arturo renuncia a Excalibur, 
dejándola clavada entre los dos amantes que duermen desnudos y confiados
 a sus pies. Lanzarote, al despertar, lo comprende enseguida, lanzando 
un grito desgarrado: «¡El rey sin espada, la tierra sin rey!». 
Los signos de decadencia ya habían sido observados en la corte de 
Camelot: el mismo Arturo, ante las acusaciones de Galván contra su 
mujer, había señalado que el precio de la paz, de la victoria, era el 
anquilosamiento físico y moral, del cual nacen la mezquindad y la 
postración.
La maldición cae sobre Inglaterra. Con el
 rey postrado por una enfermedad moral cuyo origen se halla no sólo en 
la traición de sus seres más queridos sino en el inevitable crepúsculo 
de una forma de vida que sólo entiende de ortos y ocasos (es una de las 
bellas lecciones de la película), Inglaterra se convierte en una terra gaste,
 una tierra yerma invadida por la sequía, la esterilidad de los campos y
 el frío. Visualmente, Boorman lo expresa bien: a la naturaleza verde y 
lujuriosa de la primera mitad del film, ahora opone los campos 
enlodados, los árboles con ramas secas y el suelo cubierto por una nieve
 que ni siquiera es blanca (símbolo de una pureza perdida) sino sucia, 
terrosa. Sólo en otro objeto de fuerte carga simbólica, como Excalibur, 
puede recaer la misión simbólica de la Restauración moral, y ese será el
 papel del Grial.
En general, el episodio del Grial ha 
recibido los mayores reproches del film. Es cierto que abusa del 
componente misticista, que las apariciones del niño Mordred embutido en 
una armadura dorada y a los sones de Wagner resultan demasiado 
amaneradas, que la visión que tiene Perceval del Castillo del Grial se 
resuelve de modo torpe. Pero no estoy de acuerdo con quienes afirman que
 está mal integrado en la trama, que en realidad, si figura, es por puro
 completismo. En absoluto. En plena coherencia con ese trasfondo 
pagano en que se basa el film, la demanda del Grial adquiere un sentido 
pleno: el de devolver a la tierra el vigor, la fuerza, la salud física y
 moral que simboliza su rey cansado.
¿Cómo justificar, así a bote pronto, la 
desmedida importancia que de pronto se confiere a un objeto que hasta 
entonces no había sido nombrado en momento alguno a lo largo del film? 
He aquí otra de las críticas que se hacen al episodio. Pues bien, 
encuentro que Boorman y Pallenberg lo resuelven apelando a dos cosas: a 
las expectativas y conocimientos previos del espectador sobre el Grial y
 su importancia; y a la convicción de la escena en que Arturo encomienda
 la misión a sus caballeros (es vital el encuadre que muestra al rey, 
encogido en su trono, canoso, sombra de lo que una vez fue), en especial
 la sintética línea de diálogo en que la resuelve: «Debemos hallar lo
 perdido, el Grial. Sólo el Grial hará crecer hojas y flores. Registrad 
la tierra, los laberintos del bosque en todos sus confines. Sólo el 
Grial nos redimirá. Buscad». Sencillo pero muy eficaz.
Los caballeros de la Tabla Redonda 
recorrerán el país yermo durante años y años, sin ver la luz del sol, 
cruzando eriales o parajes de nevada desolación, muriendo uno tras otra 
ya víctimas de los elementos, de la furia del pueblo (azuzado por monjes
 que lo excitan mediante prédicas milenaristas: en uno de ellos, sucio y
 desgreñado, Perceval reconocerá a un enloquecido Lanzarote) o de la 
maldad de Mordred y su madre Morgana, que coleccionan caballeros 
colgándolos de un árbol para que los cuervos devoren sus despojos. 
Perceval es quien encuentra, por fin, el Castillo del Grial y a quien se
 plantea su enigma: «¿Qué secreto guarda el Grial? ¿A quién sirve?».
 Si fracasa la primera vez, en la segunda sabrá dar la respuesta: el 
Grial ha de servir al rey Arturo, encarnado por esa voz celeste, pues «vos y vuestra tierra sois uno».
 En el acto, y a través de una de las múltiples elipsis que jalonan el 
film, Perceval se halla de nuevo en Camelot con el Grial en la mano, 
ante el envejecido Arturo, haciéndole beber el contenido del cáliz: 
inmediatamente, revitalizado por el mágico elixir, el rey se pone en pie
 presto para llamar a la batalla final contra Mordred. Al paso del nuevo
 ejército que cabalga con su rey al frente, la naturaleza vuelve a 
florecer con jubilosa exuberancia.
Hay más hallazgos del guión, como por 
ejemplo la vinculación de la magia merlinesca con el antiguo druidismo 
céltico (los círculos de piedra, evocadores de Stonehenge —que en la 
tradición artúrica elevó el propio mago—, que presiden dos momentos tan 
centrales de la trama y de las peripecias del mago como son el hechizo 
inicial para dar a Uther el aspecto de Cornualles o su aparición final 
ante Arturo, antes de que su espíritu penetre en el campamento de 
Mordred para llevar la perdición a su madre); o la estupenda forma de 
resolver la rebelión de los nobles que se niegan a admitir que un 
mozalbete de origen oscuro vaya a ser su rey: cuando Arturo tiene a su 
merced a Uriens, al admitir la justicia de las palabras de éste (ni 
siquiera es caballero para considerarse al menos su igual), le entrega 
Excalibur y se arrodilla ante quien un momento antes estaba derrotado 
para solicitarle la investidura, lo cual gana la admiración de su 
oponente.
Es cierto que Excalibur también posee considerables defectos. El 
primero es la nula prestancia de sus principales intérpretes, en 
especial de Nicholas Clay/Lanzarote del Lago y Cherie Lunghi/Ginebra, 
que son poco más que dos cuerpos bellos e inexpresivos: especialmente 
lamentable está la actriz, que es incapaz de justificar por qué es capaz
 de levantar tales pasiones. Nigel Terry está algo mejor como el rey 
Arturo, sobre todo a partir del momento en que aparece ya madurado con 
la barba (como mozalbete imberbe está un tanto ridículo). Pero quienes 
brillan sobremanera son Nicol Williamson como Merlín y una Helen Mirren 
francamente excitante, quién lo diría para quienes la conocemos sobre 
todo en su madurez (la Reina Isabel, recuérdese), encarnando a Morgana: 
una buena idea visual es relacionar su paciente maldad con la figura de 
otro ser paciente y negativo por naturaleza, la Araña, a partir de los 
tejidos que suele llevar, evocativos siempre de una tela arácnida.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Excalibur / Excalibur. Año: 1981.
Director: John Boorman. Guión: John Boorman y Rospo Pallenberg, según la novela La muerte de Arturo, de Thomas Malory. Fotografía: Alex Thomson. Música: Trevor Jones (y fragmentos de Wagner y Orff). Reparto: Nicol Williamson (Merlín), Nigel Terry (Arturo), Helen Mirren (Morgana), Nicholas Clay (Lanzarote), Cherie Lunghi (Ginebra). Dur.: 140 min.

