Las aventuras de Tom Sawyer
Cuando pienso en una palabra para definir LAS AVENTURAS DE TOM
SAWYER la primera que acude a mí cabeza, rauda y certera como una flecha
disparada por un guerrero sioux o por un arquero de Sherwood, es
deliciosa. Sí, deliciosa, porque es un placer para los sentidos dejarse
transportar por una novela, que aunque perteneciente a un género tan
denostado por algunos como lo es la literatura juvenil y de aventuras,
está tan bien narrada. Twain, lúcido conocedor de los hombres, ya avisa
en el prefacio de sus intenciones. Textualmente dice: “Si bien mi libro
va dirigido a los niños y las niñas, confío en que no por ello deje de
interesar a los hombres y las mujeres, pues mi intención es en parte el
recordarles a los adultos lo que fueron una vez, y cómo se sentían,
pensaban y hablaban, así como las extrañas empresas en que a veces se
embarcaban”.
Atendiendo a lo dicho por Twain no puedo más que decir que al
menos en mí caso ha logrado su objetivo, y de manera doble. Doble porque
cuando era niño me maravilló, como si de un prestidigitador de las
letras se tratara, con las absorbentes aventuras de Tom y Huck a orillas
del legendario río Mississippi, y de adulto lo ha vuelto a hacer aunque
de forma distinta, como corresponde a mi edad.
En esta relectura más madura del clásico, he podido comprobar que
Twain cumple con su intención de recordar a los adultos lo que fueron
una vez, con ayuda de ese característico toque mágico que le permite,
por unos instantes, los que dura la lectura, trasladarnos a ese mundo
perdido de nuestra infancia donde todo tenía un regusto a novedad, a
frescura, e inocencia, y donde el más pequeño de los sucesos venía
revestido con un halo de relevancia omnipresente. Cierto es que incluso
para un mago de su talla es imposible reproducir al cien por cien el
entusiasmo vivencial de aquellos años pero sus logros son destacables.
Con su personaje Tom Sawyer podemos saborear de nuevo algo del primer
amor, de las primeras e incondicionales amistades, de las primeras
empresas y proyectos que ocuparon nuestro tiempo, de los primeros
castigos y, en definitiva, de las primeras vivencias más o menos
conscientes. No obstante, al tiempo que lo leía un nefasto pensamiento
acudía a mi mente y se convertía por momentos en una realidad. El
pensamiento de que la infancia, tal y como la recuerda y revive Twain,
se está alejando a pasos tan enormes que es probable que para un niño
venidero está narración este más cercana a la ciencia ficción que a otra
cosa. Y eso suponiendo que pueda llegar a interesarle leer un libro
como éste o leer simplemente. Es un hecho que mientras que los niños de
antes podían encontrar similitudes entre los hechos narrados por Twain y
sus vivencias personales en algunos pueblos de España, por ejemplo
durante los periodos vacacionales, cada vez eso resulta más difícil.
Entre otras cosas porque los juegos tradicionales que requerían como
ingrediente indispensable un buen grupo de niños, imaginación, y poca
cosa más, se están perdiendo. Hoy día es difícil imaginar niños jugando
como Tom Sawyer y sus amigos a Robin Hood, a los piratas, al burro, etc.
Más aún lo es imaginarlos jugando a algo con más entusiasmo que a un
videojuego. Pero bueno esto es otra historia y poco tiene que ver
propiamente con el libro de Twain, aunque creo que muchos experimentaran
como yo, si lo releen, ese regusto agrio a infancia perdida, a mundo
perdido, a perdida no privada (porque ya no somos niños) sino pública
(porque los niños ya no viven nada parecido), que conlleva en su seno un
destacable cambio de valores, ya que no hay que olvidar que la fase de
socialización más importante, o de las más importantes, se dan en la
infancia.
Volviendo a la novela, Twain ofrece en ella al lector un detallado y
fascinante microcosmos repleto de variopintos lugares (bosques,
pantanos, grutas, islotes, cementerios…) y de los más surtidos de
personajes, que van desde los pacíficos y corrientes habitantes del
pueblo hasta malhechores y vagabundos de la entidad de Joe el Indio. Y
todo ello situado en el majestuoso y cosmopolita marco americano del río
Mississippi, que no sólo es terreno abonado para las aventuras más
insospechadas si no que mezcla de forma verosímil mentalidades y tipos
humanos tan dispares como los que representan la puritana tía Polly o el
ocioso Huck. Un marco idóneo que permite que junto con las más piadosas
costumbres convivan las más extrañas supersticiones y ritos, que en
definitiva provienen de dos mundos por entonces claramente separados
como lo eran el del hombre blanco y el hombre negro, e incluso el indio.
Es esta otra de las riquezas de la novela, su incuestionable retrato de
costumbres; de un mundo que Twain conocía muy bien porque era el suyo.
Por si fuera poco, a la emoción, la aventura y al fidedigno retrato
de un lugar y una época, hay que añadirle el fino y agudo sentido del
humor que sazona toda la obra, y que es genuínamente representativo de
Twain.
Como cierre para mi reseña, que será el que la dote de valor, citaré
unas palabras acerca de Mark Twain del prestigioso profesor de
filosofía, poeta, traductor, ensayista, crítico literario y, en
definitiva, gran humanista que fue José María Valverde.
“Mark Twain queda como símbolo de un momento en que, a la vez que se
vivía la aventura de las tierras abiertas, se hacía sobre ello
literatura y humor sofisticado, por lo mismo que los hombres pasaban por
todos los oficios, y hacían alternativamente de pioneros y periodistas:
Buffalo Bill escribía novelas en que hinchaba sus propias peripecias;
David Crockett fue, al principio, algo de una escalada literaria, que
por suerte se legitimó muriendo heroicamente; Kit Carson encontraba
ejemplares de falsas aventuras suyas al realizar las verdaderas. Pero lo
que más importa es que Mark Twain es el primer norteamericano que
escribe una prosa de valor absoluto.”