Este ensayo sobre
Séneca intenta fundamentar la doctrina fascista desde un punto de vista
filosófico y español. Y asimismo de establecer para España una
tradición profunda, íntima y original de una corriente que hoy se llama
«fascista», pero que para nosotros era tan antigua como nuestro
senequismo cristiano.
Córdoba fue el núcleo matricular de la España romana. Repitámoslo. De Córdoba salieron los dos Césares famosos: Trajano, conquistador del Danubio. Y Adriano, conservador máximo de todas las conquistas del Imperio.
Pero de Córdoba salió algo que nos interesa más para nuestro estudio. La familia Annea: una de las más representativas de lo que Roma sería ante el mundo del espíritu antiguo. Aquella familia Annea: que dio a Marco Anneo Séneca, el Retórico. A Lucio Annea Séneca, el Filósofo. Y a Marco Anneo Lucano, el poeta.
Dejemos al retórico Marco, padre del filósofo. (Así
como a otro notable retórico cordobés: Marco Portio Latrón). Y para
después, al poeta Lucano. Y ahora concentrémonos, con todo nuestro
ímpetu y clarividencia, en la figura decisiva de Séneca el filósofo: vértice de nuestro estudio en estas primeras relaciones espirituales de España con Roma.
Ya que es la figura de Séneca la que deseamos
destacar –enérgica y máximamente significativa– en la España romana del
mundo antiguo.
* * *
¿Qué representó Séneca para Roma? ¿Y Roma para
Séneca? No quiero referirme sólo con esto a la opinión que los romanos
tuviesen de Séneca o Séneca de Roma. {(1) En algunas de sus obras,
Séneca alude concretamente a su estimación de Roma: «Una ciudad es que,
sin duda alguna, puede considerarse como la mayor y más hermosa del
mundo.» «De ella puede afirmarse que es universal y que puede pasar
revista a todas las otras ciudades» (Consolación a Helvia, VI). A Séneca
se debe la definición del mundo antiguo: el mundo antiguo llegaba hasta
donde «romana pax desinit». Hasta donde Roma llegaba.
Yo quiero al decir esto pensar en que no se ha visto
todavía con claridad y exactitud –por nadie– lo que estos españoles
antiguos a lo Trajano y Séneca, representaron para Roma.
Y es algo tan evidente y alucinante, que se me escapa de la pluma y de la boca el poderlo blandir.
Trajano y Séneca, en el mundo antiguo romano, representaron lo mismo que Carlos V y Loyola en el mundo católico romano, y quizá lo mismo de otras figuras incógnitas aún, que habrán de aparecer a su tiempo en el mundo social romano, que ahora se desarrolla.
Representaron los españoles ante Roma –pagana y
cristiana– el «sentido máximo de catolicidad». «El supremo esfuerzo de
la universalidad», cuando Roma comenzaba a perecer en su clasicismo
nacionalista y en su estrictez católica.
Séneca, para Roma antigua, fue algo así como Loyola
en la Roma cristiana. Los que la levantan en vilo, como titanes, y la
muestran al orbe, cuando el orbe se iba fatigando de contemplar la urbe
sacra, cuando el mundo comenzaba a mirar al Oriente evangélico y luego
al Occidente luterano.
No es un azar que Séneca surja en Roma, en la llamada «edad de plata». Loyola, al final del Renacimiento, en el «barroco».
Es decir: cuando las cumbres romanas encanecían de
nieves invernales. Cuando la vejez se aproximaba, y, con la vejez, la
muerte.
* * *
Tengo mucho ansia por escribir alguna vez todo un libro sobre nuestro Séneca.
Ese libro, que ya debiera existir en una España que tuviera conciencia
de su hispanidad. Me ensayé hace años con una pequeña tesis para un
examen de Filosofía. Luego, siempre que he podido, he vuelto a Séneca,
lleno de una atracción en la que se mezclan el entusiasmo y la
antipatía.
Para mí Séneca es una de esas figuras españolas que yo he llamado verticilares. Que son como vértices. Es decir: cimas donde se biselan dos vertientes: una que asciende, y otra que declina. Ese siglo verticilar me parece el más característico de los grandes representantes del espíritu español. Lo es Séneca en el mundo antiguo. Un Arcipreste de Hita o un Alfonso X en el Medieval. La Celestina, en el Renacimiento. Cervantes en nuestra edad áurea. Quevedo en el Barroco. Goya y Jovellanos en el siglo XVIII. Larra, Ganivet, en el XIX. Hoy, un Unamuno.
Séneca llega a Roma, como llegaron los otros
españoles de la época: en calidad provincial: a educarse. Es decir, con
un sustrato bárbaro, de lejanías deformadas y ruralidades
subconscientes. Con ese sentimiento concentrado luego falsamente llamado
«complejo de inferioridad», del que arrancan siempre, como explosiones,
los ímpetus, lo revolucionario. La timidez desbordada en ímpetus, es lo
que suele caracterizar al provinciano con talento. Hoy a Trajano, a
Séneca, se les hubiese denominado arribistas. Y es que comportaban el
impulso fresco, virgen, de su natividad bárbara, a un mundo demasiado
capitalicio ya, y fatigado. Demasiado batido y peinado por una cultura
ciudadana. Lo esencial en Séneca no fue su sabiduría. Sino su barbarie.
Esto, que puede sonar a paradoja, es una gran verdad. Yo entiendo por
barbarie de Séneca la aportación que hizo de un espíritu contrario y
subversivo al imperante en la civilización normativa de Roma.
Séneca, que pasa por uno de los ejemplares más
perfectos del hombre romano antiguo, no lo fue más que a medias. Y en la
parte más externa y superficial.
A mí Séneca me recuerda esos rusos de tipo
Dostoyewski que usan la cultura de la época con ademanes correctos,
ordinarios, confundibles con los de cualquier otro hombre de la calle.
Pero que al usar de ella, la abusan, al abrazarla, la estrangulan. La
túnica de Séneca no era diferente de las túnicas que cruzaban por el
foro o que aparecían en los escenarios plautinos. Como la chaqueta de
Dostoyewski se confundía en París o Berlín, con las de los transeúntes
más vulgares y de todos los días. Y, sin embargo, Dostoyewski, con sus
novelas imitadas de originales europeos, preparó la revolución
bolchevique, la ruina de Occidente. Y Séneca, con sus filosofías
imitadas de Grecia, preparó el Cristianismo, la ruina del imperio
cesáreo.
* * *
La vida y la obra de Séneca es algo tan dramático y
paradójico, que sólo un español que vaya sabiendo el secreto de lo
español, puede, en el fondo, comprenderlas.
Es indudable que Séneca significó por un lado la
maximalidad del espíritu antiguo: la virtud, el culto al héroe, el
respeto de las jerarquías. Pero no es menos indudable que Séneca fue el
primer sensible al nuevo espíritu que iba a avecinarse, al espíritu más
anticesáreo: el de los débiles, los enfermos, los esclavos, los
inferiores, los cobardes, el espíritu de masas gregarias de los
«humillados y ofendidos», que diría luego Dostoyewski.
Por eso en Séneca se encuentran igualmente los fundamentos de una filosofía de la voluntad, de la virtud
pagana, del Héroe, que las bases de una doctrina de resignación, de
despojamiento, de la pobreza y de lo miserable que es la vida.
Y es que la clave de Séneca no es sólo la época en
que florece, tan apta para esa incertidumbre, para ese barroquismo
moral. La clave de Séneca es que Séneca era un alma de Córdoba (llena de
gérmenes orientales, de renunciación y nihilismo), con cultura y
educación griega, occidental, «europea». Y en ese choque de entrañas
cordobesas con dialécticas áticas, surge su patético y dramático sentido
de la vida: el senequismo.
Algo tan complejo y hermoso, que el senequismo parece
haber quedado como el sustrato definidor de toda una filosofía española
que no existe, que no existe más que en nuestro aire, nuestra sangre, y
entre las páginas estremecidas de los mejores espíritus de España.
* * *
Ese cruce y patetismo del genio del Oriente y del
genio del Occidente, tan característico y definidor del genio de Séneca,
era, sin embargo, el mismo crismático de Roma. Por eso Séneca
representa a Roma fundamentalmente, en sus fundamentos más permanentes, no en los contingentes y pasajeros de «lo antiguo» o de «lo moderno».
Nadie entenderá de veras a Séneca, si lo enfoca de
otro modo. Todo lo más tomará de Séneca la vertiente que mejor le vaya a
sus particularismos políticos o ideales.
Séneca, por eso, sufrió a lo largo de la historia, deformaciones interpretativas, singularistas e incompletas.
Unos, potenciaron su aspecto puramente cristianizante. Otros, su aspecto liberal, individualista y demoníaco.
* * *
Toda una corriente que empieza en San Pablo y quizá
termina en el socialismo actual, quiso ver exclusivamente en Séneca el
filósofo de los humildes y los pobres de la vida.
Se sabe que es apócrifo el Epistolario cruzado entre
Séneca y San Pablo, en los orígenes del Cristianismo. Lo cual lo
estudiaron Fléury, en «Séneque et Saint Paul», y Aubertín en «Rapports
supposés de Senéque et de St. Paul». Pero el hecho de que no se
escribiera en realidad, no quiere decir que no hubiera podido escribirse
idealmente. Tan es así, que los cristianos lo dieron por escrito, y
tuvieron de Séneca una veneración cercana a la de un Padre de la
Iglesia. San Agustín le envidiaba su ardor de mílite moral. «Ha hecho
por la patria de la tierra lo que no hacemos nosotros por la patria del
cielo», escribió en su Ciudad de Dios (V, 18) (Walter Burley, en pleno siglo XIV, le creía cristiano a Séneca.) San Jerónimo le llamada maestro Séneca. En el Concilio de Trento se le citó.
El cristianismo vio en Séneca todo lo que había en él
de defensa ardorosa de lo débil e inválido para esa cosa tan ardua que
es atravesar este valle de lágrimas. Non est delicatares vivere, había dicho Séneca.
La vida misma de Séneca había sido la de «un pecador»
a la cristiana. Enfermo, cobarde, adúltero, traidor en ocasiones,
solitario, soberbio, este alma constantemente atormentada luchó de modo
desesperado por ponerse a flote, por serenarse, por encontrar una paz
divina y una felicidad que era casi la cristiana. Dios para Séneca no
fue el Dios cristiano, no estaba en la ultratumba. Pero Séneca, con el
instrumento de la «virtud», algo así como el cilicio espiritual de los
anacoretas, buscó una consolación inefable, un aniquilamiento final y
decisivo, un «nihil admirari», un acallamiento tan absoluto de las
pasiones, que Séneca se acercó no sólo al evangelio, a un Dios Padre
Todopoderoso, sino a los mismos orígenes orientales del Evangelio: a un
paraíso nihilista, al de Buda, al nirvana. Era su esencia cordobesa,
oriental, la que a ello le empujaba. Hasta tal punto, que andando el
tiempo, otro cordobés ilustre, el filósofo Abenhazan, se hermanaría con
él en esos sentimientos. Eso lo vio muy bien el investigador de
Abenhazan, nuestro Miguel Asín y Palacios: «Sin grande esfuerzo podrían
encontrarse pensamientos de Abenhazán análogos, hasta en la forma de
expresión, a sentencias de su paisano Séneca; sin embargo, no estimo que
tal analogía se deba a nexo real y directo entre el pensador musulmán y
la tradición senequista española, sino más bien a influjo de los moralistas árabes del Oriente.»
Es indudable que en la doctrina estoica de Grecia y
Roma tuvo que tener el Oriente un influjo más decisivo del que se cree.
Quizá está estudiado ese influjo. Yo no lo sé, pero lo intuyo y me
complacería que alguien me lo indicare. Lo cierto es que en Séneca, con
mucha más fuerza que en Zenón, en Atalo, en Epicteto o en Marco Aurelio,
surge ese sentido moral tan contrario al típico de Occidente, creador,
optimista, fuerte, demoníaco.
El estoicismo fue una filosofía para vencidos y para humillados, o para almas reblandecidas y románticas.
Fue la filosofía de un esclavo: Epicteto. De un
político fracasado: Cicerón. De un príncipe soñador: Marco Aurelio. De
un tísico y asmático, desterrado y condenado a muerte, como Séneca, que
despreciaba el cuerpo. («Da a tu cuerpo lo suficiente para ir tirando».
«Creo haber padecido todas las enfermedades, hasta las más peligrosas.
Pero ninguna tan terrible como ésta que los médicos llaman la
'meditación de la muerte' (el asma).»
Séneca es el cantor de la muerte, el filósofo que
mejor acaricia la «agonía y tránsito de la muerte», como diría luego
otro senequista nuestro, el beato Avila. Siempre la tiene presente: «Mi
disposición de ánimo al escribir esta carta es como si la muerte hubiese
de llamarme mientras estoy escribiendo», escribe a Lucilio en la
Epístola LXI. Y toda su preocupación es cómo habrá de distribuirse el
tiempo, [9] que es un camino o viaje hacia la muerte (De temporis usu).
Junto a la contemplación de la muerte, la de la pobreza: «El camino más corto para poseer riquezas es despreciarlas.» Y junto a la pobreza y la muerte, el consuelo de la enfermedad: «Morirás porque vives, no porque estás enfermo.»
Muerte, pobreza, enfermedad, ¿no fueron
las tres pruebas de Sakyamuni, de Gautama, del más eminente
representante del genio de Oriente Buda? O bien, ¿no es ese sentir
senequista el mismo, bíblico, de Job? «Todo se debe soportar con
paciencia.» «¿Estoy enfermo? Disposición es del destino. ¿Han muerto mis
esclavos? ¿Me apremian mis acreedores? ¿Se ha derrumbado mi casa? ¿Me
sobrevienen pérdidas, heridas, desgracias y temores? Común es todo esto,
amigo, y debe acontecer. La Providencia lo ordena y no la casualidad.»
¿No es esto Job? ¿No es esto el fatalismo esencial de Oriente? Por eso
una de las claves de Séneca es su concepción del Sino, de lo Fatal, del Hado. «Darse y obedecer al Hado»: he ahí su consigna «Sequere naturam».
Pero precisamente en ese «sequere naturam» es donde
el Catolicismo, alarmado abandonaría a Séneca, para los herejes y los
paganos. Nuestro tratadista Antonio de Torquemada, lo puso bien en claro
en su «Jardín de flores curiosas» (1573).
Además, Séneca representó para el Cristianismo –por lo demás, como los otros estoicos– el tipo del futuro confesor, del cura de almas. No sólo en casa de los ricos y los poderosos, sino cerca de todo el que sufría. Los Consuelos
de Séneca a Marcia, a su madre Helvia y a Polibio, son los libros más
cristianos escritos antes del Cristianismo. La prueba es que tuvo
imitadores como Boecio en De consolatione, autor que tendría una larga influencia en las literaturas románicas medievales.
Y como los «Consuelos» de Séneca, fueron sus concepciones de la Vida beata, feliz, su tratado de la Ira, de los Beneficios: yacimientos de moral cristiana.
Creer que Séneca representó a lo largo de la Edad Media y luego en el Renacimiento solamente
una precursión del liberalismo, del laicismo pagano, es un error, como
ya avancé hace un momento. De ahí que en pleno Renacimiento reformista,
en que los heréticos trataban sacar de Séneca sólo la parte
individualista y rebelde, haya ingenios católicos que busquen la
adecuación y armonía de las dos vertientes senequistas por mí señaladas.
Esa fue la tarea de un Justo Lipsio, bastante
afortunada. Y, la menos dichosa, de nuestro gran Quevedo. Quizá es hoy
la misma mía, interrumpida un día español del siglo XVII por el autor
del «Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la
doctrina estoica».
* * *
Si los cristianos vieron en Séneca un evangélico,
¿qué vieron luego los renacentistas y los criticistas –Petrarca, Erasmo,
Montaigne, Kant– para exaltarle a un puesto magno de precursor? Vieron
la otra vertiente senequista. La puramente pagana: la humanista. De ahí que pueda afirmarse, con la misma razón, que del cristianismo, que Séneca fue un antecedente imprescindible del humanismo en el Renacimiento.
El renacer del neo-estoicismo durante el siglo XVI, fue ya estudiado por L. Zanta.
Pero ese renacer tenía fuentes anteriores a ese
siglo. Ya Averroes, en la España del siglo XIII –otro cordobés– niega la
recompensa ultraterrena para el hombre justo. Era la idea axial de
Séneca en lo que se refería a un ultramundo, a la inmortalidad del alma y
a la existencia de Dios. Era el clásico «materialismo» senequista, como
hubiera dicho un descendiente de esa teoría: Carlos Marx.
Para el Séneca humanista, pagano y revolucionario, el Hombre era él centro del cosmos. Y la Razón, un principio autónomo. La Razón era el instrumento único para combatir esos grandes enemigos del hombre que se llaman las pasiones:
«movimientos absurdos, alógicos, irracionales y contra la naturaleza
del alma.» El Hombre que lograba mediante el ejercicio de la Virtud, de
la Razón, combatir esos enemigos, alcanzaba el sumo grado beato de
felicidad: la apatía, la impasibilidad. Ese hombre, era el Sabio.
El Mundo para este Séneca racionalista, que predica
la autonomía de la moral, era un orden fatal, al que había que
adecuarse. Seguir el Sino, la Naturaleza: sequere naturam. Ese
sino englobaba a los hombres y a los dioses con igual fuerza. Existía
una predestinación. Por eso el luteranismo se alzó con esa teoría.
El premio de la virtud en sólo la virtud consiste.
Y ese fue el secreto de la concepción Kantiana de la Moral. El secreto
de Séneca. Y el que quiso adivinar Petrarca en su «De remediis utriusque
fortunae» que tanto influiría en todos los Renacimientos europeos,
singularmente en el español. Pero realizar en la vida humana la
felicidad por medio de la virtud era una quimera. De ahí las flaquezas
de todos «los humanistas» que les conducía, como le condujeron a Séneca,
a la atmósfera típica de esa concepción vital: el pesimismo. Y el suicidio.
Séneca no se suicidó voluntariamente. Le suicidó
Nerón. Pero él se abrió las venas con la misma impasibilidad
–impasibilidad o rencor endemoniado– con que Sócrates bebiera la cicuta.
El suicidio era la máxima libertad del hombre: la de poder quitarse la vida voluntariamente. Y como todo lo que era voluntario era honestus,
el suicidio resultaba algo decente. Por eso Séneca se pondría siempre
de moda en las épocas de suicidios literarios. En la época de La Celestina y de la Cárcel de Amor. En la época kantiana del Werther. Y luego en la schopenhaueriana de Figaro y Ganivet y del Andrés del Arbol de la Ciencia barojiano.
¡La libertad! «Nada es honesto cuando se hace por
acción, contra el propio querer. Todo lo honesto es voluntario», había
dicho Séneca. ¿No estaba ahí toda la doctrina del individualismo contra
un Estado coactivo, contra una religión dogmática? ¿No estaba ahí
Erasmo, y luego Voltaire? ¿No estaba ahí, en esa preformación del sabio,
todo el superhombre de Nietzsche?
El hombre podía identificarse con Dios. He ahí el gran secreto milenario del genio de Occidente, que Séneca interpretó con su Sabio. El satanismo de Adán, de Prometeo, de Sócrates, de Fausto: El Hombre sobre Dios.
En España –ese Séneca– alboreó, a finales del
siglo XV, suscitado por el humanismo petrarquesco e italiano, bajo la
Corte de Juan II. Ya en 1482 se interpretaban los Proverbios de Séneca como hizo Díaz de Toledo.
En el año de 1491 tradujo a Séneca el obispo Alonso
de Cartagena, de origen judío por cierto. «Cinco libros de L. A.
Séneca.» Y tuvo tres ediciones más esa traducción: 1510 (Toledo), 1530
(Alcalá) y 1551 (Amberes).
Sus Epístolas aparecieron en cuatro ediciones
sucesivas de 1502, 1510, 1529 y 1551. Y una antología senequista que fue
muy leída por los españoles fue la de «Las Flores», traducidas por el
erasmista Juan Martín Cordero (1555). Y el Pinciano escribe sus famosas
«Castigationes» senequistas en 1536.
Las traducciones y comentarios sobre Séneca abundaron
durante todo el siglo XVII. Se atribuye sentido senequista a Cervantes,
a Mateo Alemán, a Calderón, a Quevedo, a muchos de nuestros místicos. Y
en el XIX resucita con cierta originalidad y gracia, en el «Idearium»,
de Angel Ganivet. «Cuando yo, siendo estudiante, leí las obras de Séneca
me quedé aturdido y asombrado, como quien perdida la vista y el oído,
los recobrara repentina e inesperadamente» dice Ganivet en ese libro.
«Yo soy entusiasta admirador de Séneca», afirma en «El porvenir de
España». El suicidio de Séneca le da motivo para algunas humoradas sobre
la sangría suelta, en el agua, como medicina. Pero le da otro motivo mucho más serio: el de suicidarse en las aguas del Vilna.
Recientemente, con el triunfo del «liberalismo» más
completo de la historia española en el Gobierno republicano de Azaña
(1931-1933), la vuelta a Séneca se ha reproducido, como buscando un
apoyo humanista, anticristiano. La representación de la tragedia
«Medea», traducida por Unamuno, en el anfiteatro romano de Mérida y ante
el Palacio Real de Madrid, ha sido muy significativa. «Medea» era el rencor
que incendia palacios, templos, que asesina y embruja con tenacidad
inextinguible, como una ménade o una fuerza natural. Es decir: un poco,
como la España pagana, laica, bárbara anticatólica, que Azaña soñó con
instaurar.
* * *
Hemos visto, pues –de modo sucinto, pero claro–, las
dos vertientes del genio de Séneca el cordobés. Por una vertiente,
Séneca resulta como un oriental, como un cristiano primigenio. Por la
otra, un perfecto hombre antiguo, pagano, bárbaro. De una ladera, Séneca
es el consolador de los débiles, de los doloridos, de las masas,
vencidas y decadentes, de almas que poblaban el imperio en sus
postrimerías. De otra ladera, Séneca es el revalorizador de lo
individual hasta hacer heroica la vida del Sabio. Por un lado, Séneca ve
el nihilismo del cosmos. Por otro, sólo salva la virtud del héroe para hacer frente a esa nada cósmica.
Todo esto –y otras cosas– me ha llevado a pensar
muchas veces en el fondo estoico que nutre el actual Fascismo. Me ha
llevado a meditar sobre el fundamento que pudiera tener el Fascismo en
las doctrinas de Séneca el cordobés.
No se crea, que, al decir yo esto, es porque deseo,
arbitraria y patrióticamente, dar una base genuinamente española a la
nueva doctrina universalista, salida de la ciudad eterna. Quien conozca
mis teorías sobre el Fascismo, como «nueva catolicidad», sustentadas en
libros anteriores, no podrá extrañarse de tal pensamiento mío.
Yo afirmo que el Fascismo tiene una amplia base estoica en general, y, concretamente: senequista.
* * *
Una de las características esenciales del Fascismo es su antidemocracia, que lo es, a su vez del senequismo. «Argumentum pessimi turba est», dijo Séneca en De vita beata II.
Luego Petrarca, imbuido por Séneca, lo expresó, eso mismo, de tal
forma, que llegó a nuestra «Celestina» en el siglo XV: «Ninguna cosa es
más lejos de verdad que la vulgar opinión.» Y Erasmo, redondeó esa
máxima de Séneca al decir: «La verdad es que el juicio común de la gente
nunca jamás fue ni es regla muy cierta ni muy derecha para regirse
hombre por ella.»
Es lo que diría luego Mussolini con otras palabras:
«Il fascismo nega che il numero, per il semplia fatto di essere numero
possa dirigere le societá umane».
* * *
Otra característica genuina –quizá la más pura– del Fascismo es la de considerar la vida como una lucha.
«Il Fascismo concepisce la vita como lotta», dijo
Mussolini. «Vida est militia homonis superterram», había dicho Séneca.
«Per noi fascisti, la vita e un combatimento continuo incessante, che
noi accetiamo con grande corazzio...» Puro senequismo. «Lo primero que
le aconsejó es que una y muchas veces traiga a la memoria que toda la
vida de los mortales no es aquí sino una perpetua guerra», dijo un gran
intérprete de Séneca en el Renacimiento. El hombre, el fascista –dice
Mussolini– deberá «conquistarse quella vita che sia veramente degna di
lui». «Una vida feliz es aquella que es digna de su naturaleza.» «Cada
uno es el artesano de su vida», había dicho Séneca. «Fare ditutta la
propia vita tatto il propio capolavoro», diría luego Mussolini. Ese
carácter práctico, ético, de la vida, que se había señalado a la
filosofía de Séneca es el que aparece como estructura del Fascismo:
«Questa concezion positiva della vita e evidentemente una concezione
ética», «vita seria, austera, religiosa: in un mondo sorretto dalle
forze morale», «Il fascista didegna la vita comoda», «Il nóciolo
della filosofia fascista: noi siamo contro la vita comoda». Senequismo
esencial: esencia de la vita beata, del Caballero Cristiano que diría el
Renacimiento, traduciendo el concepto del Varón virtuoso,
siempre en guardia contra los acontecimientos, endurecido contra toda
comodidad engañosa. «Yo aprecio en más los bienes de trabajo, los que
cuentan fatiga y se basan en la acción, luchando constantemente contra
la Fortuna», «Vencer la costumbre», aconseja Séneca a Lucilio. Y esto
otro: «Es necesario habituar el ánimo por medio de continuos, incesantes
ejercicios.»
* * *
La concepción que del hombre tiene el Fascismo, como
ser dotado para alcanzar las más altas cimas de la Voluntad por medio de
ejercicios heroicos, es, en el fondo, la de Séneca. Donde Séneca
escribe «el sabio», «el varón fuerte», hay que escribir hoy el «Duce»,
el «Führer», el «Héroe». Séneca es, mucho antes que Nietzsche, el gran
forjador de la voluntad como poderío.
«La fuerza de las cosas adversas no mueve el corazón
del varón fuerte; antes está firme en su estado. Porque es más poderoso
que todas las cosas que fuera le acaecen. No digo yo que no las sienta,
mas digo que las vence», traduce nuestro Cartagena en 1551.
Era ese un concepto que recogería Séneca, el
Petrarca, León Bautista Aberti, Maquiavelo, Montaigne, y llegarían, a
través de Nietzsche, hasta Mussolini. ¡Amar lo difícil! ¡Vivir en peligro!, ha repetido el Duce más de una vez.
Así decía Séneca en De Providencia, haciendo
resaltar el heroísmo de Fueton: «Porque estas cosas que me piensas
espantar más me avivan. Y allí me place estar donde el mismo sol ha
miedo. Porque al hombre bajo y [10] para poco pertenece buscar lo
seguro. Por lo alto va la virtud.» He ahí Séneca: ¡Contra lo seguro!
¡Contra la vida cómoda!
* * *
Ese concepto del «ardito», del «héroe», del «sabio
senequista», comportó, en la Roma del siglo I, el mismo concepto de
«aristocracia natural», de «realeza natural», que el Fascismo traería al
mundo de hoy.
«¿Quién, pues, es el noble? Aquel a quien naturaleza
ha hecho para la virtud.» «No estimo a uno por hombre diferente del
vulgo, habiendo respeto al lugar y preeminencia que posee, sino al
corazón que veo que tiene...» Y luego nuestro Vives ajustaría: «La
verdadera y firme nobleza nace de virtud.»
Esta tesis senequista es la base de «la nueva
jerarquía fascista». Séneca descubre así a su héroe, a su Duce: «Tal
hombre será equilibrado y pleno de ordenación uniendo, a su natural
majestad, un sentido de piedad en todas sus acciones.»
* * *
El Fascismo no emplea hoy la palabra virtud
para designar lo que Séneca designaba con ella. Pero utiliza otra tan
sinónima que su reiteración en todos los discursos y doctrinarios
fascistas la hace equivalente: «fática.» Cuando el Duce emplea el
término «fática» se refiere exactamente a la misma concepción que Séneca
tenía de la Virtud. Al esfuerzo, trabajo, al coraje, a la tensión que el vivir, el varón fuerte necesita para vencer esa cosa dura y difícil que es la vida. «Non est delicata res viverlo.»
No debo olvidar que este estudio mío no puede tocar
más a fondo un tema como éste que aquí va englobado en otro más general.
Pero para terminar este apunte de «senequismo y fascismo», transcribiré
las expresas alusiones de Benito Mussolini: «Se il fascismo non fosse
una fede, come darebbe lo stoicismo e il coraggio ai suvi fregani?» (Muss. Vincoli di sangue, «Popolo d'Italia», 19 gen. 1922).
«L'orgoglioso motto squadrista me ne frego, scrit o sulle berde di una ferita, e un atto di filosofia non soltanto stoica,
e il sunto di una dottrina non soltante politica: e l'educazione al
combattimento, l'accettazione dei rischi che esso comporta, e un nuovo
stile di vita.» (Muss. La dottrina del Fascismo, treves Milano 1932.)
* * *
El Fascismo, como el senequismo, «puodo stile di vito» es, en el fondo, el estilo eterno de Roma. La concepción que luego de Séneca, se llamaría cristiana, y hoy, fascista. O sea de que la vida es milicia. Frente al Oriente, donde la vida es despojamiento absoluto, y al Occidente, donde la vida, según Fausto, «es acción», Roma la concibe a través de sus más geniales hijos (Séneca, Loyola, Mussolini), como combate, como virtud, como fe, como fatiga.
Por algo se da uno la pena de considerar el fascismo doctrina nueva
para España, como una vieja sabiduría donde España dio sus mejores
frutos. Como el viejo secreto, hoy cada vez más nuevo, que a Roma
musitara el gran cordobés Lucio Anneo Séneca, por los años primeros de
la rea del Cristo.