Agustín de Foxá: Sobre la idiotización de las masas

"Pueblos que hablan poco"
Los pueblos del Norte apenas hablan. El frío y la nieve les tapa la boca. En Inglaterra las conversaciones más interesantes están prohibidas. Es de mal gusto hablar de muertos, de amor, de religión. Es decir de los tres temas más importantes del Hombre. El diálogo queda reducido al deporte y a los perros. 
Cuando el gran Livingstone, perdido en África, es hallado, después de inmensas dificultades por el explorador americano Stanley, éste, sin abrir los brazos ni dar un grito, ni palmotearle en el hombre, estrecha su mano correctamente como si acabara de encontrarlo en el Club y le dice, al ver que es el único blanco entre los cientos de negros que le rodean:
-¿El señor Livingstone?; supongo.
La costumbre anglosajona de tener que “estar presentado” para poder hablarse hace imposible los infinitos diálogos que florecen en los vagones de nuestros trenes, en las antesalas de nuestros médicos y dentistas, en el tendido de los toros, o en los entreactos del teatro.
Los norteamericanos, aunque herederos en muchos aspectos de los ingleses, son menos lacónicos. Pero tampoco dialogan mucho. Cada mañana reciben, con el periódico, la consigna de lo que deben opinar. Un año los “malos serán los nazis; otro, los rusos”.
Esta ausencia de espíritu crítico hace posible, en esos países, el funcionamiento de la democracia.
En nuestros pueblos latinos, en donde en el Ateneo se pone a votación la existencia de Dios (quien gana por un pequeño margen) y donde nuestros estrategas de café toman el terrón de azúcar que representa Stalingrado con una cucharilla que es el ejército de Vorochilof y un palillo de dientes que representa a Von Paulus, la democracia, pura y simple, es casi imposible.
Actualmente en Miami, en Palm Beach, en toda la costa de la Florida, se ha generalizado la costumbre de ir a la playa con un pequeño aparato de radio. Los nadadores, las hermosas bañistas se contemplan sin casi dirigirse la palabra. Un movimiento en el “dial” cambia el tema de una conversación pronunciada por una invisible garganta.
El hombre común, el moderno, el hombre del futuro, lleva una vida que hace imposible el diálogo. Vive a las afueras de la gran metrópoli; tiene que levantarse a las cinco de la mañana, desayunar a toda prisa, tomar su automóvil y rápidamente llegar a la estación para poder coger el tren que lleva a la ciudad. Allí, un taxi le conduce a la oficina. Le es preciso almorzar de pie unos bocadillos, o mal sentado en el taburete de un bar, sin tertulia y con servilletas de papel. Cuando, realizando la complicada operación del taxi, el tren y el coche propio vuelve a su casa, está rendido. Entonces conecta la radio. La radio es la tertulia familiar, la sobremesa; las noticias del día; las buenas noches. La radio dice las palabras y comentarios que no tuvo con su esposa. La radio sustituye a los amigos. Ella, algunas noches, congrega a los hijos. Es la nueva abuela mecánica, no en torno a la chimenea, sino junto a la nevera.
La radio está acabando con el diálogo de los hombres; habla por ellos. Llega a la cabaña solitaria del pastor de los Andes y le canta unas sevillanas o una canción habanera; zumba en el motor de nuestro automóvil y como el tábano de las antiguas cabalgaduras no se despega de él, a pesar de la velocidad.
Nos dicta, implacable, sus anuncios las noches de luna. La muerte del diálogo trae consigo la del amor, la del matrimonio, la de la amistad. Esa maravilla de ir descubriendo un alma, como un continente desconocido, es un placer que nos está vedado. En el mundo moderno, anglosajón, por falta del diálogo ya se ha perdido el almuerzo, y la misma cena está muy amenazada. Sin chistes, sin charla, sin risotadas, sin conversación, ¿para qué los platos delicados, las venerables recetas de cocina? ¿Para qué los alegres vinos y las azules angulas matadas con tabaco cubano, o los burgaleses corderos de dos madres, o los pavos cebados con nueces, que brindan con una copa de champán antes del sacrificio, para dar sabor a su carne? Para las gentes que no aman conversar, basta con entrar a una farmacia (que es donde se expenden) y pedir alguna de esas variedades de “sandwich” que, para no perder el tiempo, están ya previamente numerados.
-Deme el número dos. O el cinco. 
El almuerzo dura unos minutos. Tal vez por eso han inventado el chicle, para suplir ese déficit de masticación de sus mandíbulas. Los “slogans” políticos, las consignas, los anuncios han fabricado una especie de comprimidos mentales, un criterio en píldoras, que evita toda reflexión. “Vacaciones sin Kodak”, “Telón de acero”, “La quinta columna”, “Las fuerzas del mal”, “Por la libertad y la democracia”, etc, etc. El escaso diálogo que aún sobrevive, carece de saltos imaginativos, de sorpresas, de emboscadas, de agresión. Ya no es un alegre esgrima del espíritu. Los floretes están cubiertos de herrumbre. Cuando nos invitan a una reunión, ya sabemos, de antemano, lo que nos van a preguntar. Y lo que es más grave, lo que tenemos que responder. Podríamos llevar un disco de gramófono que hablase por nosotros, mientras nos dedicábamos a pensar en otras cosas. Una cultura es materialista o espiritualista, según predomine en ella el ojo o el oído. La vista es materialista. El “ver para creer” de Santo Tomás es mucho más peligroso que la negación de Pedro. El oído es espiritual. Escucha; es decir, tiene vida interior. Porque no ve, imagina, sueña. El ciego es dulce y está lleno de espíritu. El sordo, generalmente, es malhumorado, egoísta. A las mujeres idealistas se las gana por el oído. Una mujer sin espíritu nunca se enamorará de Cyrano porque está viendo la largura de su nariz y no escucha su madrigal.


Nuestra civilización es óptica. El ojo es nuestro protagonista, se le ha agrandado hacia arriba con el telescopio y hacia abajo con el microscopio.
El teatro de nuestras muchedumbres, es decir, el cinematógrafo, es visual, no auditivo. El diálogo es lo de menos; lo que importa es la acción, el argumento. Una conversación en el celuloide no resiste más de tres minutos. Los diálogos se contratan aparte. Y se paga poco por ellos. En el reparto el “dialoguista” viene detrás del ingeniero del sonido, entre el decorador y el encargado del maquillaje. Se ha llegado a lo monstruoso; a poner diálogos españoles en bocas que se mueven con la fonética inglesa. Se ha desligado el diálogo del gesto. Es una mercancía más; no depende de la boca, de los ojos, de la expresión. Caras eslavas, voces de Castilla.
La Humanidad, al olvidarse de hablar, dejará también de pensar; perderá todo espíritu. Eso irá ganando el feroz Estado mundial que nos amenaza para el porvenir. La propaganda sistemática, dirigida por técnicos y psicólogos, va idiotizando insensiblemente a la Humanidad. Se está socializando la estupidez. Pronto habrá “detectores del pensamiento”. Todos los cerebros serán como de cristal, transparentes. El mayor delito será el del Yo. El peor crimen, la personalidad. Y una férrea minoría dirigente gobernará, tranquila y tediosamente, sobre un triste universo de sordomudos.
Agustín de Foxá
Agustín de Foxá. Diario ABC.