Luisa Carvajal y Mendoza
Fue una de las mejores poetas místicas de España, nacida en Jaraicejo (Cáceres) el 2 de
enero de 1566, y fallecida en Inglaterra el 2 de enero de 1614. Desde
muy temprana edad se trasladó en compañía de toda su familia a la ciudad
de León, donde su padre, don Francisco de Carvajal y Vargas, había sido
nombrado corregidor. Si ilustre era el linaje de doña Luisa en lo
tocante a la rama paterna, aún más esclarecido era el que le llegaba por
línea materna, ya que su madre, doña María de Mendoza y Pacheco, era
hermana de don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Monteagudo y
marqués de Almazán.
Con tan solo seis años de edad quedó huérfana
la futura poetisa, a consecuencia de unas fiebres tifoideas que se
llevaron a su padre y a su madre. Quedó a partir de entonces bajo la
tutela de su tía abuela, doña María Chacón, que ejercía en Madrid de
camarera de las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina. Allí, rodeada
de tan altas damas y gozadora, en parte, de los privilegios que rodeaban
sus vidas, la niña Luisa de Carvajal y Mendoza pudo aprender a leer y a
escribir, al tiempo que compartía sus juegos con las pequeñas Infantas.
Ya
por aquellos años comenzó a mostrar dos firmes vocaciones, tan
señaladas en su forma de ser que habrían de guiar el resto de su vida:
una honda sensibilidad religiosa -plasmada, en estos primeros años de su
vida, en su efusivo amor a los pobres-, y una no menos acusada pasión
hacia la literatura. Su inclinación hacia la vida piadosa, que empezó a
manifestar desde que era una niña en León, le hizo sentir los primeros
deseos de profesar en una orden religiosa, al tiempo que su sensibilidad
poética la iba orientando por la misma vía, pues era, por aquellos
tiempos, una de las escasas salidas que le quedaban a la mujer dedicada
al estudio. En esa tesitura andaba cuando vino a morir su tía y
protectora, con lo que doña Luisa quedó bajo el amparo de su tío don
Francisco Hurtado de Mendoza, circunstancia que forzó su traslado a
Monteagudo y, posteriormente, a Almazán.
Su nueva vida al lado del
marqués favoreció su dedicación al estudio y, de paso, el
fortalecimiento de su vocación monacal: pudo aprender latín en casa de
su tío y, posteriormente, a raíz del traslado de toda la familia a
Pamplona (donde el marqués había de ejercer el cargo de virrey de
Navarra), empaparse en la lectura de ciertas obras religiosas que
dejaron en su espíritu una honda estela (especialmente, el Tratado de la obediencia, de san Juan Clímaco, y el Compendio de la doctrina cristiana, de fray Luis de Granada).
Pero su aplicación a la especulación teórica no relegó a un segundo
plano sus acostumbrados ejercicios de caridad, de tal modo que en poco
tiempo consiguió que todos sus convecinos navarros se hicieran eco de
las múltiples empresas piadosas que acometía sin sosiego.
Sin embargo, el marqués de Almazán consideró oportuno que su sobrina no se apartara del modus vivendi
que regulaba la existencia de las mujeres de su tiempo, por lo que, tan
pronto como doña Luisa hubo cumplido los quince años, decidió darla en
matrimonio a un caballero del hábito de Santiago. Lo ventajoso de esta
propuesta de enlace no consiguió, empero, disuadir a la joven poetisa
del empeño que había puesto en ser monja, empeño que ella defendía con
mayor denuedo cuanto más firmes eran los obstáculos que se cruzaban en
su camino. Pero, ante la terne oposición familiar, a los diecisiete años
de edad comenzó a olvidar sus propósitos de dedicarse a la vida
contemplativa, al tiempo que empezaba a sentir -según su propio
testimonio- "grandes deseos de martirio", deseos que la llevaron a conjurarse para defender y amparar a los que sufrían persecución por culpa de su filiación católica.
En
1586, un nuevo nombramiento de su tío (investido, ahora, como Consejero
de Estado y Guerra) condujo a Madrid a doña Luisa de Carvajal y
Mendoza. En la Corte, contagió su proselitismo a su criada, Inés de la
Asunción, y emprendió junto a ella una briosa campaña al servicio de
Dios, que pasó por cuatro fases en las que, sucesivamente, fue haciendo
profesión de cuatro votos: en 1593, juró abrazar la pobreza; en 1595,
acato la sumisa obediencia; en 1597, se prometió alcanzar la perfección;
y, en 1598, se propuso merecer algún día el martirio. Y tan firme e
irrevocable era esta última promesa, que la expresó en términos tan
duros como los siguientes: "procuraré, cuanto me sea posible, buscar
todas aquellas ocasiones de martirio que no sean repugnantes a la ley de
Dios; y que siempre que yo hallare oportunidad semejante, haré rostro a
todo género de muerte, tormentos y rigurosidad, sin volver las espaldas
en ningún modo, ni rehusarlo por ninguna vía".
Su
extraordinaria fuerza de voluntad la movió a dejar toda su herencia a
los jesuitas, y a exigir por vía judicial la parte de esa herencia que
aún no había recibido, con el ánimo de disponer inmediatamente de ella
para emplearla en idénticas obras caritativas. Al tiempo que sostenía
estos pleitos, se entregó al cultivo feraz de la poesía, lo que arrojó
una brillante producción literaria que, en la actualidad, ha quedado
reducida a los cuarenta y ocho poemas suyos que se han conservado (pero
que, sin duda, debió de ser mucho más extensa). Todos estos poemas son
de carácter religioso, y en cada uno de ellos se advierte una acusada
espiritualidad que intenta expresar el amor a Dios en términos
metafóricos que lo identifican con el amor humano. (Sin embargo, tan
extasiada resulta, en ocasiones, esa pasión de amor divino que vierte en
sus poemas la beata doña Luisa, que un lector malicioso -o,
simplemente, poco avisado- podría interpretar que sus arrobos no sólo
obedecen a arrebatos espirituales: "¡Mira cómo te entrego, amiga mía,
/ todo mi ser y alteza sublimada! / Estima aqueste don que Amor te
ofrece. // Tendrás en mí gloriosa compañía, / y entre mis mismos brazos
regalada / gozarás lo que nadie no merece").
En tanto que
escribía estos versos, el celoso seguimiento de sus litigios monetarios
la llevó en 1601 hasta Valladolid, en donde acababa de afincarse la
Corte. Allí, al año siguiente, realizó los ejercicios de elección prescritos por san Ignacio de Loyola,
al término de los cuales se resolvió a viajar a Inglaterra en pos del
martirio, habida cuenta de la terrible persecución que, por aquel
entonces, sufrían los católicos en tierras anglicanas. Su sobrenatural
tenacidad logró que, finalmente, el proceso entablado por su herencia se
fallara a su favor, lo que la impulsó definitivamente a legar todos
estos bienes a la Misión de Inglaterra y a partir, alentada de morboso
entusiasmo, hacia aquel archipiélago enemigo.
A partir del 24 de
enero de 1605 -fecha en la que, a través de Francia, emprende el camino
hacia Inglaterra-, comienza en la ya de por sí extravagante vida de doña
Luisa de Carvajal y Mendoza una alucinante peripecia que parece más
próxima a las ficciones salidas de la pluma de cualquier narrador
inscrito en el realismo mágico, que a las circunstancias reales que
solían rodear la vida cotidiana de una mujer española de comienzos del
siglo XVII. El primer día de mayo del referido año es recibida en
Londres por el reverendo padre Enrique Garnet, superior de los jesuitas
destacados en Inglaterra, quien se espanta ante la firme voluntad de
procurarse el martirio que manifiesta a las claras doña Luisa. Pero sus
desesperadas recomendaciones de discreción, serenidad y prudencia no
echan raíces en el alma arrebatada de esa extraña mujer, que emprende de
inmediato un público y continuo hostigamiento contra el protestantismo
de sus forzosos anfitriones: se enfrasca en agrias discusiones con los
más fanáticos defensores de la herejía anglicana, realiza frecuentes y
ostentosas visitas a los católicos recluidos en las cárceles por causa
de su fe, desgarra públicamente los carteles antipapistas que los
ingleses tienen colgados en sus vías y establecimientos, y promueve sin
temor ni fatiga cuantos disturbios y altercados puedan difundir su
nombre y alertar de su presencia "evangelizadora" en la isla.
En
1608 es encarcelada en Londres por vez primera, de resultas de una
violenta disputa que sostiene con una tendera anglicana, que la había
acusado de no ser mujer, "sino sacerdote romano en hábito mujeril".
El embajador del rey de España cerca de Londres consigue la
excarcelación de doña Luisa después de que ésta haya pasado cuatro días
entre rejas, pero no logra disuadirla de esa fervorosa -¿o sádica?-
persecución de su propio aniquilamiento: al poco tiempo de haber quedado
libre, emprende la macabra campaña de recoger los miembros amputados de
los católicos ejecutados por descuartizamiento, despojos que ella misma
adecenta y guarda amorosamente en cajas de plomo, para reverenciarlos
como si se tratasen de auténticas reliquias sacras.
No contenta
con estas insidias contra la iglesia anglicana, esta sobrina de un
Hurtado de Mendoza funda en su propia casa inglesa una congregación
religiosa, a la que pone el nombre más ofensivo que se le puede ocurrir
en tierras protestantes: "Compañía de la Soberana Virgen María". Ante
este cúmulo de constantes, airadas y ostentosas provocaciones, el obispo
de Canterbury ordena su nuevo encarcelamiento, disposición que se
verifica un 28 de octubre de 1613. Al cabo de tres días, una segunda
mediación del jefe de la diplomacia española obtiene el perdón y la
excarcelación de doña Luisa de Carvajal y Mendoza, a condición de que
tan tenaz hostigadora abandone el territorio inglés, antes de que lo
deje más asolado que el abatimiento de la peor plaga bíblica.
A
pesar de tan claras condiciones y tan severas advertencias, un mes
después la poetisa evangelizadora aún sigue instalada en "la Pérfida
Albión", sin que la grave enfermedad que ha contraído -fruto de su
incesante actividad y de las duras penalidades que esta lucha le ha
acarreado- le fuerce a deponer su tesón misionero. Desde el día 20 de
noviembre de 1613 es consciente del alcance mortífero del mal que la
afecta, pero aún tendrá fuerzas para celebrar el año nuevo sin haber
abandonado Inglaterra, acuciada ya no sólo por sus ofendidos
anfitriones, sino por las propias autoridades españolas. En efecto, su
osadía ha alcanzado tanta repercusión en Inglaterra y en España, que el
propio rey Felipe III se ha visto obligado a dictar una orden en la que, alegando nada menos que "razones de Estado",
exige a doña Luisa su inmediato retorno a la Península. Pero la firme
desobediencia de esta mujer iluminada va a lograr imponerse a la
mismísima voluntad real: el día 2 de enero de 1614, justo cuando celebra
sus cuarenta y ocho años de edad, abandona su estancia en este mundo
terreno sin haber abandonado Inglaterra previamente, satisfecha de haber
alcanzado su objetivo de entregar su alma a Dios en tierra de gentiles.
Aún
tuvieron que transcurrir treinta y dos largos meses hasta que los
restos mortales de doña Luisa de Carvajal y Mendoza emprendieran su
definitivo regreso a España, en una tensa espera burocrática que a
muchos devotos anglicanos se les antojó una fase más del dilatado acoso
ideado por esta brava mujer, capaz de seguir amargándoles la existencia
mucho tiempo después de haber fallecido. Finalmente, en agosto de 1615,
en una embarcación bautizada en su honor con el nombre de La Luisa de Londres,
sus restos mortales arribaron a San Sebastián, donde, por real mandato,
fueron recibidos con el aparato y la solemnidad que la administración
de los Austrias sabía dispensar para esta suerte de acontecimientos. En
medio de idénticas muestras de respeto y admiración discurrió su
traslado a Madrid, donde, por fin, la infatigable doña Luisa halló
reposo eterno en el Real Monasterio de la Encarnación.
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