La buena literatura es aquella que ofrece la excelencia del arte literario, el sencillo placer que provoca en nuestro espíritu la palabra bien dicha y la idea bien pensada, el contacto sensual, acústico y emotivo con las formas propias de la palabra.
No es la lección moral lo que necesariamente se busca en la buena literatura, para ello están la Biblia (aunque no siempre es espejo de buenos ejemplos), los libros sapienciales, la edificante y farragosa hagiografía. Si esto es así ¿qué podemos extraer de la buena literatura? Y respondo: el conocimiento del ser humano en su dramática situación, en su grandeza y en su miseria.
Ver y entender al ser humano en el ámbito propio de su trágica condición, en su impulso a la gloria y en su proclividad a la caída; esto es, en los límites de su propia naturaleza.
La buena literatura no edifica, ahonda el conocimiento de lo que somos: seres imperfectos en perpetua lucha por alcanzar lo que no poseemos y, sin embargo, lo sentimos indispensable: una felicidad imposible.
No solo la vida nos da sus lecciones, también la paciente lectura de los mejores libros puede brindarnos un vívido conocimiento del mundo y del ser humano.
Jorge Luis Borges, argentino universal, cosechó mucha sabiduría tanto en los arrabales como en las bibliotecas.
La literatura adquiere significado en esos instantes de fracaso y vacío existencial que nos deja la vida, cuando acosados por el aquí y el ahora adquirimos conciencia de nuestros límites, pues jamás podremos controlar el azar ni represar el río del tiempo.
La literatura se convierte, así, en la crónica de nuestros sueños y fracasos.
La literatura nos hace humildes, nos devuelve el conocimiento de lo que somos: seres inacabados, amasados con las cenizas de dioses caducos, como decía Hesíodo, en perpetua búsqueda de complementariedad y a sabiendas de que nunca seremos colmados.
Juan Valdano
jvaldano@elcomercio.org
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